Hace años, en una de las primeras acampadas que realicé junto a mis amigos de instituto, a la costa norte de Tenerife, en el Barranco de Masca, nos ocurrió un hecho espeluznante.
Cuando cayó la noche y nos iluminaba solamente la luz de las linternas, comenzamos a escuchar llantos de niños. Unas veces, lejanos; otras, parecían acercarse, lloriquear a nuestras espaldas y furtivos volverse a marchar.
Estuvimos un buen rato intentando calmarnos y comprender lo que pasaba. No éramos especialmente cobardes, pero aquello no tenía explicación. Eran llantos y sonaban por doquier, iban y venían, se callaban y volvían a comenzar...
Estuvimos un buen rato, intentando cazar con el haz de luz de las linternas a aquellos pobrecitos que por alguna maldición debían andar llorando encerrados en los valles oscuros desde tiempos ancestrales. Necesitábamos buscarle una explicación a tan tremendo misterio...
No sé qué habría pasado si realmente hubiésemos localizado algún niño a nuestro alrededor. Tal vez habríamos subido el escarpado barranco en tiempo récord y no hubiésemos vuelto nunca más a aquel lugar o nos hubiese dado un patatús y allí mismo nos hubiésemos quedado petrificados.
Lo cierto es que, en una de las maniobras de localización, una de las linternas descubrió algo que se desplazaba por el aire. Luego otra volvió a captar movimiento junto al acantilado. Así, varias veces hasta que, en una de estas ocasiones pudimos comprobar que, el motivo de nuestra ansiedad era un ave.
Cuando volvimos a casa, preguntamos hasta que le pusimos nombre a aquella que tanto miedo nos causó: pardela cenicienta. Un ave diseñada para dejarse llevar por el viento, que atraviesa los océanos acariciando las olas con la punta de sus alas, que salvo el tiempo de cría, pasa el año en alta mar jugando con las olas y sumergiéndose para capturar pequeños peces. Posiblemente uno de los animales con más "cara de buena gente" que existe en el planeta. Un ave, que posee un peculiar canto que, si no lo has escuchado nunca, podría recordarte al llanto de un niño, un quejido o lo que desde entonces nos hace reír: guaña, guañaaa guaña...
Una vez más, la razón había ganado al mundo oscuro de espectros, fantasmas y otros seres creados para que nos quedemos en casa, las leyendas se quedaron en leyendas y todo volvió a su cauce. Y menos mal, porque si no hubiese sido así, y de verdad hubiese niños como almas en pena llorando por las noches en los barrancos, seguramente hoy la naturaleza sería un lugar aterrador que hay que abandonar antes de la noche y no... el destino mágico de todas las noches que me quedan por pasar al aire libre.
Cuando cayó la noche y nos iluminaba solamente la luz de las linternas, comenzamos a escuchar llantos de niños. Unas veces, lejanos; otras, parecían acercarse, lloriquear a nuestras espaldas y furtivos volverse a marchar.
Estuvimos un buen rato intentando calmarnos y comprender lo que pasaba. No éramos especialmente cobardes, pero aquello no tenía explicación. Eran llantos y sonaban por doquier, iban y venían, se callaban y volvían a comenzar...
Estuvimos un buen rato, intentando cazar con el haz de luz de las linternas a aquellos pobrecitos que por alguna maldición debían andar llorando encerrados en los valles oscuros desde tiempos ancestrales. Necesitábamos buscarle una explicación a tan tremendo misterio...
No sé qué habría pasado si realmente hubiésemos localizado algún niño a nuestro alrededor. Tal vez habríamos subido el escarpado barranco en tiempo récord y no hubiésemos vuelto nunca más a aquel lugar o nos hubiese dado un patatús y allí mismo nos hubiésemos quedado petrificados.
Lo cierto es que, en una de las maniobras de localización, una de las linternas descubrió algo que se desplazaba por el aire. Luego otra volvió a captar movimiento junto al acantilado. Así, varias veces hasta que, en una de estas ocasiones pudimos comprobar que, el motivo de nuestra ansiedad era un ave.
Cuando volvimos a casa, preguntamos hasta que le pusimos nombre a aquella que tanto miedo nos causó: pardela cenicienta. Un ave diseñada para dejarse llevar por el viento, que atraviesa los océanos acariciando las olas con la punta de sus alas, que salvo el tiempo de cría, pasa el año en alta mar jugando con las olas y sumergiéndose para capturar pequeños peces. Posiblemente uno de los animales con más "cara de buena gente" que existe en el planeta. Un ave, que posee un peculiar canto que, si no lo has escuchado nunca, podría recordarte al llanto de un niño, un quejido o lo que desde entonces nos hace reír: guaña, guañaaa guaña...
Una vez más, la razón había ganado al mundo oscuro de espectros, fantasmas y otros seres creados para que nos quedemos en casa, las leyendas se quedaron en leyendas y todo volvió a su cauce. Y menos mal, porque si no hubiese sido así, y de verdad hubiese niños como almas en pena llorando por las noches en los barrancos, seguramente hoy la naturaleza sería un lugar aterrador que hay que abandonar antes de la noche y no... el destino mágico de todas las noches que me quedan por pasar al aire libre.
Pardela cenicienta (Calonectris diomedea)